La dictadura golpeaba muy fuerte. Era la mitad de los años 70 y aún quedaban algunos cines de barrio. Los últimos sobrevivientes de la época dorada de los biógrafos populares. Los montevideanos se refugiaban en la calidez de sus salas para olvidar por un rato la bronca, el miedo y la prepotencia militar. Además, la cómplice oscuridad de esos entrañables cines barriales también servía para muy rápido intercambiar información y papeles con los compañeros de la resistencia. Estoicos cines que daban lucha con la programación que podían, ya que la dictadura censuraba a mansalva. Por el Reducto, San Martín cerquita de la Fábrica de Fósforos, estaba el Ocean, sobre esa misma avenida en esquina con San Fructuoso existió el Victory. Y allá, más lejos, casi Granaderos, el Gran Prix muy temprano daba el Pájaro Loco, las Urracas y en la noche no faltaban Olmedo y Porcel. Por el Cerrito de la Victoria, el Nuevo Flores pegado al Bar Sin Bombo y si te alejabas hasta Belloni, tenías el Piedras Blancas que hasta su final mantuvo la clásica división entre matiné, vermut y noche. Los vecinos del Paso Molino y Belvedere tenían al Copacabana y el Belvedere Palace, en Carlos María Ramírez, donde se disfrutaban las películas de vaqueros italianas y las Diabluras de Asterix. ás arriba, en camino a la Fortaleza, sobrevivía el peliagudo Cerrense, que además sirvió para fugaces reuniones clandestinas de sindicalistas mientras en su pantalla se proyectaba una podada copia de La Naranja Mecánica. Si vivían por el Cno. Ariel e Ignacio Rivas, el Sayago era cita obligada de los botijas que los domingos miraban el llamado Cine Baby.
Luego en la tarde, hasta se podía ver El Puente sobre el Río Kwai y salir silbando su pegadiza melodía. Por Agraciada y Bvar. Artigas, los vecinos de Bella Vista concurrían al Cine Maturana de larguísima tradición e historias pintorescas. Como la de aquel cura que por la década del 40 administró ese cine y que sentado en la cabina de proyección ponía la mano delante del foco cuando aparecían escenas que consideraba audaces. La zona de la costa también mantuvo salas como el Maracaná de Malvín de la rambla e Hipólito Irigoyen. En la coqueta Punta Gorda, la sala del mismo nombre que daba las aventuras del Topo Gigio y de Tom Sawyer. En el barrio de los Pocitos era el auge del pequeño cine de Chucarro y sobre Rivera, el Arizona que alternaba películas con espectáculos de magia para niños. La querida Unión que supo tener tantos cines, ahora sólo le quedaba el Intermezzo que sobrevivió hasta que empezaron a hacer bailes tropicales y entonces ¡chau biógrafo! Lejos quedó la época en la cual hasta Gardel cantaba en vivo en el Gluskman.Por el Sur y Palermo, en Maldonado y Encina, estuvo el Atenas dando éxitos de taquilla como Cupido Motorizado y las sátiras de Hugo Tognazzi al lado del gran Gassman. Escondido, atrás de la Casa de Gobierno que era usurpada por los indignos militares y sus colaboracionistas, sobre la calle Florida estaba el Independencia con sus aventuras del Pirata Hidalgo y Moby Dick. Muy adentro del Edificio Lapido, en 18 y Río Branco, existió el mítico York que tenía entre sus espectadores a una extraña mezcla de gente durmiendo, de parejas acarameladas y muchos viejecillos que no sabían ni el título de la película que se proyectaba. |
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