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BOULEVARD SARANDÍ
Por. Milton Schinca

   
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SE RIFAN DOS ESCLAVAS , DOS.

Ignoro qué edad exacta tendrían, pero supongo que deberían ser dos morenas ya entradas en años, tal vez inservibles para los menesteres pesados del hogar. O de lo contrario, su ama había entrado en tal estado de necesidad, que ya no podía mantener a sus dos esclavas, Felipa y María. El hecho es que, por un motivo o por otro – o por ambos a la vez - , doña Bernarda Castilla decidió desprenderse de sus dos servidoras. Y tuvo una idea quizás genial para la época, si es que el procedimiento fue invento de ella: en vez de sacarlas a vender, como era la costumbre, las rifó. No se conoce qué mecanismos se siguió  para el sorteo, ni cuántos números participaron; pero fueron más de mil. Lo demuestra la cifra que salió favorecida, que ésa sí se conserva: fue el 1040 , dato que puede resultar inestimable para los afectos a las cábalas. Pero a pesar de que el 1040 había sido adquirido, y de que se esperaron todos los plazos de rigor, nunca apareció el feliz propietario del billete. No se sabe si por omisión, desatención o desdén hacia el abultado premio que le había tocado en suerte. Se ve que doña Bernarda estaba dispuesta a desprenderse de todas maneras de su dos esclavas. El hecho es que al no presentarse el triunfador, decide “ponerlas a disposición del Gobierno”. Dicho de otro modo, las arrojó sin mucho miramiento a la calle.


El Gobierno, por su parte, ante aquel presente griego, tampoco supo mucho qué hacer con las pobres morenas y resuelve pasarlas “por vía de depósito” – dice textualmente la disposición oficial – al Hospital de la Caridad para que vayan a prestar servicios allí, presumiblemente de limpieza. Esto ocurrió en 1827. Tres años después, se juraba la primera Constitución del flamante Estado uruguayo. Entonces las dos esclavas, se presentaron al Poder Ejecutivo argumentando “respetuosamente” que “cuando va a llegar el día augusto en que va a jurarse la Constitución (el oficio es de fecha 15 de julio del 30) , y cuando se proclamaban los derechos de los orientales, que ese día sea también en el que nosotras recobremos lo que nos dio la naturaleza, por creer que el modo más digno de solemnizar el nacimiento de una República es dar públicamente la libertad a dos infelices esclavos”. No pequeño conflicto se le planteó al Gobierno con este petitorio, pues no se veía con precisión qué legislación debía aplicarse en el caso. Se pasa entonces el asunto a informe del Fiscal de Gobierno que lo era don Antonio Pereyra. Y éste produce su dictamen, que no dejará de estar salpicado de los correspondientes latines, siempre tan vistosos, y que atestiguan irrefutablemente la versación forense del magistrado.  “El Fiscal nombrado dice que considerados los esclavos como cosa, las suplicantes, estando al relato de su escrito e informe marginal habrían caído por derecho natural y común en la clase de bienes “nullius” que son “primi ocupantes” y entraron en el patrimonio de este Estado por regalía general, si sus mismas leyes actuales no los consideran como personas. Las suplicantes no pertenecen desde hace tiempo a sujeto alguno, no tienen amo ni señor, y al darse actualmente por tal este Estado, después de haberse manifestado tan favorable a la libertad de los esclavos que hasta cierto punto lo antepuso al derecho de propiedad, fuera inconsecuencia reprobada por la naturaleza, forma, principios y espíritu de su gobierno. Así que si Vuestra Excelencia reconociese que al Estado no compete, respecto a las personas la antedicha regalía, María y Felipa, esclavas que fueron de doña Bernarda Castilla, no tendrán señor, y para ser libres no necesitarán más que dicho reconocimiento”.

 

 

Jinetes en la Calle de los Judíos

Así se llamó una de las calles montevideanas en los comienzos de la Colonia. Después, cuando todas nuestras calles se “cristianaron” y adoptaron nombres de santos, pasó a ser calle de San Fernando; mucho más tarde su denominación fue Cámaras, por encontrarse allí la primera sede de nuestro Poder Legislativo, que funcionó en el Cabildo; y por último se la bautizó, hasta hoy, con el nombre de un personaje público de perfiles románticos, Juan Carlos Gómez. Así como había una Calle de los Judíos, existía también, por esos días, una calle de los Pescadores, una calle de las Tiendas, otra de la Fuente, de las Bóvedas, del Muelle, de la Iglesia, y tantas otras denominaciones que cabe añorar en su deliciosa ingenuidad, y que se relacionaban con actividades o lugares. Pero entonces, ¿por qué “Calle de los Judíos”? ¿Había judíos en aquel Montevideo? No se trata de eso, sino, nuevamente, del prejuicio antijudío heredado de la España intolerante que casi tres siglos antes los había expulsado de la Península, y que subsistía entre nosotros (como vimos en el acta constitutiva del primer Cabildo que tuvo nuestra ciudad). La explicación viene por acá: la tal Calle de los Judíos se hallaba muy cerca del Portón de San Pedro, que comunicaba con el campo abierto; y por allí llegaban los paisanos a hacer sus compras en la ciudad. Era una calle sembrada de tiendas y mínimos comercios donde se vendía todo lo necesario para la actividad de la gente de a caballo: monturas, frenos, estribos, cinchas, rebenques, riendas, bozales, etc. Pero nuestros jinetes se quejaban de que los precios eran demasiado altos, y no había forma de que los tenderos rebajasen ni medio real. Con despecho, los paisanos empezaron a tratar a los comerciantes de “judíos”, y así quedó bautizada la calle. Hasta que tiempo después vino en su auxilio el bueno de San Fernando, que la relevó de aquel tratamiento que quería ser infamante y vengativo.

Damas en la tienda de don Doroteo

La casa de comercio de este tendero fue punto obligado de cita elegante para las señoras y señoritas montevideanas del 800, que encontraban allí cuanto podían ambicionar para su arreglo y vestimenta a la moda. Y algo a destacar con especial énfasis: las distinguidas concurrentes no sólo podían probarse modelos y prendas provenientes de España, sino también de otros países europeos (lo que parece difícil de explicar dado el férreo monopolio impuesto por los españoles). Pero don Doroteo García se las arreglaba, vaya a saberse cómo, y era un placer acercarse hasta su tienda céntrica y bastante cosmopolita. Es que las tentaciones resultaban allí irresistibles: finas faldas con volado hasta el tobillo; soberbias mantillas, que eran, o bien negras, o de colores muy novedosos; también medias blancas de seda, que ahora están muy de moda en el Viejo Mundo. Y no hablemos de los corsetines con ballenas interiores, que los hace comodísimos; o de los jubones de muselina o de seda, que van desde los hombros a la cintura; o de los ropones de lana para vestir, que resultan de lo más abrigados. Agreguen ustedes, señoras mías, los corpiños que son un verdadero primor (como dicen en Madrid), o las enaguas bien armadas, como se llevan ahora. Y en cuanto al calzado, don Doroteo les ofrece unos zapatos con grandes tacones, negros, con o sin hebillas; o bien unas botitas llamadas polonesas, apropiadas para toda ocasión y hora del día. Pero tampoco ha olvidado este exigente tendero los infaltables abanicos, que no hay montevideana que no los quiera lucir como si fuera la más elegante madrileña. Y en esta tienda benemérita encontrarán ustedes los más caros y ostentosos que se pavonean por los más distinguidos salones de toda Europa: ¡con cuál quedarse cuando los hay con incrustaciones de topacio, esmeraldas, 25 diamantes o rubíes! Verdaderas joyas, sí, para opacar a las damas rivales en las ocasiones de más lustre (aunque no las hubiera muchas en este más que discreto Montevideo mercantil del 800...). De todos modos, sobran motivos para que nuestras señoras y señoritas no pasen de largo frente al tentador comercio de don Doroteo García, bien a mano de todas, como que está allí nomás, en plena calle de San Carlos, hoy Boulevard Sarandí.

Bulevard Sarandí 
por. Milton Schinca

 

Montevideo timbero Parece que nuestra gente fue siempre muy afecta a los juegos de toda clase –no sólo hoy–; ya fuera que se jugase por dinero o por mero pasatiempo, aunque predominaba la timba pura y simple (también como hoy). Y eso ocurrió desde la primera hora, desde los tiempos fundadores mismos; y así siguió siendo durante toda la Colonia, y luego en la vida independiente, y... Empezando por las barajas, vale la pena enumerar todos los juegos de cartas con que se entretenían los montevideanos en los dichosos tiempos coloniales: el tres siete (o tresiete): el truque (que no es lo mismo que el truco, aunque tienen elementos comunes); el treinta y una; el paro; la banca; el peca- 28 do; la primera; la biscambra; y –por cierto– el truco propiamente dicho; etc. Es muy de lamentar que no haya aparecido ningún erudito capaz de ilustrarnos acerca de la naturaleza de cada uno de estos juegos, sus reglas y leyes, sus requerimientos psicológicos, sus “rendimientos económicos”... Los cultores (y los de afuera, que son de palo) se congregaban en nuestros cafés, o en tertulias familiares, o en alguna pulpería de extramuros, o en recintos de catadura dudosa... según la calidad y condición de quienes participaran en estos benditos encuentros. Pero aparte de los juegos de naipes, enormemente populares, en el Montevideo colonial tenían no menor aceptación las bochas, la pelota de mano (había una cancha cerca del Portón de la Ciudadela), las carreras de caballos, los bolos y, por supuesto, el billar, que llegó a nuestras costas muy temprano. Pero quizás el juego más difundido fue la lotería de cartones, que congregaba por las noches a las familias y amistades en tertulias interminables; pero que también fue timba admitida públicamente, que se jugaba en bien conocidos lugares céntricos adonde acudían en tropel los apostadores... Y se jugó a las damas, y al dominó, y a la rayuela, y a.... Se ve que ocio era lo que sobraba en aquel Montevideo donde todavía no se conocían los trabajos dobles o triples

 

Multas por amancebarse

Es interesante rastrear aspectos no muy difundidos del vivir en nuestros días coloniales, a partir de las disposiciones adoptadas por uno de los primeros cabildos que tuvo Montevideo. Así, nos enteramos de que se multaba con cuatro pesos (no era cantidad despreciable, comparativamente) a los vecinos que circularan por las noches sin farol o candil, cosa de obligarlos a darse a conocer en aquellas tinieblas de las que hablamos en otro apartado. Pero mucho más fuerte era la multa para quienes viviesen “amancebados”, esto es, en pareja sin estar debidamente casados: cincuenta pesos o cuatro meses de trabajo obligatorio. Los que llevaban cuchillo encima debían abonar 25 pesos de multa o cumplir dos meses de trabajo. Como el estado de las calles era desastroso, se creó un impuesto que debían pagar todos los vecinos en proporción a sus ingresos; lo que resultaba muy fácil de calcular tratándose de un núcleo de habitantes todavía reducido, cuyas actividades eran perfectamente conocidas por todos. Los carreros, por su parte, tenían que contribuir con un viaje gratis de acarreo de piedras, y por último, los que se hallaban presos en ese momento debían trabajar como peones en la construcción y arreglo del pavimento. Este Cabildo creó, por primera vez en Montevideo, un lugar de aislamiento para los enfermos infecciosos; y también dispuso alejar a los muertos del centro de la ciudad. Hasta entonces, se los enterraba junto a las iglesias, conventos u hospitales. Pero el Cabildo consultó a los médicos de la época (vayan como curiosidad(sus nombres: José Giró, Cristóbal Martín Montúfar, Juan Giménez y Francisco Jurado), quienes coincidieron en recomendar el traslado de los lugares de enterramiento a un sitio bien alejado de la ciudad. Así lo hizo el Cabildo, quien eligió, como “lugar bien alejado”, las actuales Andes y Durazno, que entonces era un punto solitario de extramuros...

 

 

 

 

De cómo la música traspuso las puertas de Montevideo

Escasamente musical fue nuestro Montevideo en sus primeros tiempos. Es que eran demasiado rústicos los pobladores que la fundaron, y contados los instrumentos que alguno de ellos pudiera haber traído consigo: una guitarra que otra en el mejor de los casos, o con suerte un mandolino aislado; ni pensar en el refinamiento que, comparativamente, representaba un laúd, o una tiorba... Así, sólo resonarían, muy de cuando en cuando, motivos y tonadas populares que –con canto o sin él– les traerían a nuestros pobladores reminiscencias de la tierra que habían dejado lejos. Ni atisbos, ciertamente, de algo que pudiera emparentarse con eso que, con propiedad dudosa, se ha llamado música culta o música clásica, ajena por completo a los conocimientos e inquietudes de aquellos hombres y mujeres desprovistos de instrucción. Pero las primeras décadas van corriendo, se ha establecido un contacto regular con España y llegan de allá expresiones que van enriqueciendo la existencia de nuestros pobladores. De a poco éstos van conociendo e incorporando maneras de la sociabilidad y el gusto que revisten de mayor refinamiento sus prácticas diarias, sus costumbres e inclinaciones. Un día, en los alrededores del 800, ocurre un hecho que cambiará por completo la fisonomía musical de aquel Montevideo todavía primitivo: llega a nuestro puerto, no se sabe bien cómo ni por qué, un primer clavicordio. (Antes, alrededor de 1750, había llegado el órgano a Montevideo, pero con el exclusivo fin de servir a los oficios religiosos). Quizás hoy no podamos ni imaginar siquiera el impacto que la novedad del clavicordio trajo aparejado en los gustos y aficiones musicales de nuestra gente. Hay testimonios precisos del asombro que provocó el nuevo sonido, tan diferente al de la guitarra, y cómo se abrió para nuestros montevideanos un horizonte de sensaciones sonoras no experimentadas hasta entonces. No para todos, ciertamente: sólo alguna que otra familia pudiente estuvo en condiciones de darse el lujo de instalar en su sala un aparato tan costoso como aquél. Se sabe igualmente que las familias acudían, muy noveleras, a las casas cuyos dueños poseían aquella maravilla musical nunca vista. Tenemos que suponer, aunque no hay documentos que lo prueben, que junto con el clavicordio habrá llegado también alguien que supiera tocarlo y enseñarlo. Y suponer asimismo que quizás fue la señora o señorita de la casa la primera en sentarse, nos imaginamos con cuánta emoción, frente al teclado que les parecería poco menos que mágico. Lo que sí se sabe de modo fehaciente es que, con el correr del tiempo, aparecieron otros montevideanos dispuestos a aprender el complicado instrumento y se volvió bastante común organizar tertulias familiares con el propósito expreso de escuchar pequeños recitales con sonido de clave. Pero el ingreso del clavicordio aportó otra novedad no menos removedora para el incipiente ambiente musical de Montevideo: por primera vez –si exceptuamos las contadas composiciones religiosas que se interpretaban en órgano en algunas iglesias– se escucharon entre nosotros temas de música “culta” (sigamos con la denominación habitual); y de ese modo el gusto musical de los montevideanos se fue depurando, las exigencias se hicieron mayores, se reclamaron nuevas partituras, de suerte que se desató todo un movimiento de vivo interés en torno a la música clásica, desconocida hasta entonces entre nosotros. Pero el clavicordio era un instrumento costoso, al igual que su traslado a nuestro puerto. Por eso no fueron muchas las familias que estuvieron en condiciones de alimentar esta nueva afición, y así el núcleo de interesados quedó reducido a una estricta minoría. La situación cambiará recién en 1824, en vísperas de liberarse Montevideo del dominio cisplatino. En ese momento ocurren dos hechos que le dan nuevo impulso a la difusión musical entre nosotros. El primero es que, como antes el clavicordio, llega ahora a nuestra ciudad el piano, hacía poco impuesto en las salas de concierto europeas. Y al igual que en el Viejo Mundo, el sonido del piano, sus posibilidades expresivas, sedujeron y encantaron a escuchas e intérpretes de nuestro ambiente. Por lo demás, el costo del novísimo instrumento era más accesible que el del anterior clavicordio, facilitando así su paulatina difusión entre nosotros. Su reinado en el ámbito musical montevideano se hizo en poco tiempo incontestable. El segundo hecho que tiene lugar en ese 1824 es la fundación de un teatro, la Casa de Comedias, cuya sala resulta muy apropiada para realizar conciertos y recitales, que pronto se convierten en actividad más o menos regular. Obsérvese que era la primera vez que podían organizarse veladas musicales públicas, no ya sólo familiares; hecho que amplificó extraordinariamente el ámbito de difusión del arte musical entre nosotros…

 

 

Chorros en la noche colonial (y otras acechanzas)

Había que ser muy temerario para aventurarse fuera de las casas durante las noches montevideanas de comienzos de la Colonia. Si la esquiva Luna no tenía a bien asomarse aunque fuera entre nubes, la oscuridad era completa y sepulcral, por cuanto no existía el más mínimo sistema de iluminación por rudimentario que fuera. Aquél que se atreviera a salir a la calle en medio de tamañas tinieblas, se arriesgaba, como es natural, a un sinnúmero de contratiempos, que a veces le caían encima sumados y como en rosario. La primera desventura, y la de menor cuantía, era el vulgar tropezón, en aquellas veredas que no eran tales, sino una sucesión de zanjas, baches, charcos, barreales, dispuestos desordenadamente y sin señalización alguna. Pero si llegara a haber algún viandante que tuviera la suerte de no tropezar, era casi seguro que en cambio resbalaría, cayendo de lleno sobre un charco fétido o un barreal infecto, con lo cual quedaba inhabilitado para presentarse con semejante facha en la tertulia a la que se dirigía, invitado por alguna familia copetuda a la que había pensado deslumbrar con su porte y elegancia intachables... (si es que el desdichado no se encaminaba más bien a su visita semanal de novio flamante, desventura que ocurría con pérfida frecuencia). A veces se tenía la suerte de contar con la colaboración de los oficiosos pulperos, que para facilitar los desplazamientos de sus eventuales clientes, colocaban de tanto en tanto pedazos de tablones, ladrillos o voluminosos bloques de piedras, con los que lograban construir lo que se llamaba un “paso”, esto es, una especie de puente precario y casi siempre movedizo, donde podía aventurar su pie y hacer equilibrio el que tuviera necesidad de avanzar a pesar de las tinieblas. Pero supongamos que teníamos la suerte de no tropezar ni de resbalar ni de rodar ni de encharcarnos (lo que es mucho suponer). No por eso ganábamos mucho, porque bien podía ocurrir que en lo mejor de nuestro recorrido, nos cayera una lluvia formal desde el techo de alguna casa: un grueso chorro nos dejaba bañados y otra vez impresentables. Es que el desagüe de los techos caía sin ningún miramiento sobre las veredas desde tres metros de altura, con lo cual nuestra bella figura quedaba otra vez arruinada con aquella ducha inclemente con la que por cierto no habíamos contado. 15 Pero no terminaban aquí las vicisitudes del sobresaltado caminar en la noche. También podía ocurrirnos que, por no ver por dónde andábamos, chocáramos de lleno con alguna reja saliente que nos estropeaba la figura, cuando no la anatomía. Y ello porque los constructores de casas habían puesto de moda unas rejas sobresalientes que eran verdaderos armatostes, y que solían llevarse hasta 30 centímetros fuera de la línea de edificación. Y no se piense que el impacto de aquellas colisiones era de poca monta. A un montevideano, un golpe de éstos lo dejó manco para toda la vida. Y a una bella vecina le sacó un ojo que era un primor. El manco y la tuerta, coaligados, se presentaron ante el Cabildo reclamando una indemnización por su desdicha, y exigiendo una fuerte multa como sanción a los propietarios; demandas que les fueron concedidas (aunque se ignora si estas rejas asesinas fueron prohibidas en lo sucesivo). Para completar el cuadro de aquellas idílicas noches coloniales, debe agregarse la posibilidad perfectamente cierta de que algún maleante nos saliera al cruce y nos robara todo lo que llevábamos encima, amén de obsequiarnos con una soberana paliza. ¿Pero es que no había policía en aquellos tiempos? No, justamente: ni la sombra de un policía o de un sereno que brindaran la más mínima protección al vecindario. Pero téngase en cuenta que hablamos de los días coloniales de los comienzos: no pasará demasiado tiempo antes de que alguna autoridad organizada tome cartas en el asunto. Así que en aquel principio lo único sensato era recogerse en casita no bien se escondía el sol, vistas las tantas malandanzas que nos aguardaban puertas afuera. Profesión de hidalgos: dormir

Enterramientos en las noches montevideanas

No suele recordarse esta sobrecogedora costumbre que imperó en Montevideo en los primeros tiempos coloniales: trasladar a los muertos en su ataúd durante la noche. Sus deudos lo cargaban al hombro, y allegados y amigos del difunto marchaban en procesión portando faroles y antorchas encendidos. Así, en terrible silencio, iban recorriendo las calles desiertas, saludados por los escasos transeúntes, que con la mayor reverencia se hacían la señal de la cruz al paso del solemne cortejo. Se encaminaba éste hasta la Iglesia Matriz, y allí tenían lugar los oficios fúnebres y la misa de cuerpo presente. Luego el ataúd quedaba en el depósito de la Matriz, donde recibía sepultura religiosa. Cuatro reales costaba el permiso de enterramiento. Concluida la ceremonia, nos topamos con otra costumbre que tampoco aceptará fácilmente nuestra sensibilidad: el cortejo retornaba en procesión a la casa mortuoria, para hacer lo que se llamaba “despedir el duelo”. Consistía éste en pasar reunidos los concurrentes hasta las más altas horas de la noche, en torno a un rico chocolate con bizcochos...

 

 

MEMORIA DE LA CALLA BRECHA

Todo es memoria en la actual calle Brecha: una de las últimas que conserva algo de los aires del Bajo famoso. Las paredes descascaradas, el añoso estilo de algunas casas que aún sobreviven, los tablones desgastados en el piso de algún vetusto almacén. Todo compone un testimonio mortecino de que el Bajo estuvo allí ; de que por esa calle circularon francesas perfumadas, próceres a escondidas, la hosquedad del malevo con su faca pronta, músicos de buena y mala laya; en fin, la fauna consabida. Pero nada en Brecha recuera “lo otro” ; el episodio atroz que le da nombre , y que subyace tras la escenografía de aquel crapuloso pasado más reciente. Nadie diría, en efecto , que un siglo antes del Bajo, ocurrió allí el hecho de sangre más espantoso , la masacre más cruenta y feroz, de toda la historia montevideana. Allí mismo, sobre el enlosado hoy apacible de esa calle en Diagonal, cortita y huraña. Un inglés relató con insuperable vividez el episodio guerrero, Juan Paris Robertson era uno de los tantos súbditos británicos que, cuando las invasiones, aguardaba en una nave fondeada ante nuestro puerto, junto a cien embarcaciones más, el momento en que nuestra Plaza cayera, para abatirse sobre ella en busca de buenos negocios. Extraigo los pasajes más coloridos de la narración. “Oíamos el estampido del cañón y veíamos las baterías que arrojaban balas y granadas mortíferas sobre las casas de los atemorizados habitantes. En el puerto se veían botes atareados, yendo de un barco a otro; se veían bergantines de guerra navegando cerca de las murallas y bombardeando la ciudadela. Los cañones eran dirigidos con certera puntería a la parte de la fortificación elegida para abrir brecha ; y el mortero descargaba en la parábola mortífera sus bombas destructoras.” “Miles de espectadores escudriñaban desde los barcos el efecto producido por cada granada en la ciudad y por cada bala en la brecha. Las frecuentes salidas de las tropas sitiadas y  los rechazos que invariablemente sufrían, daban animado pero nervioso interés al espectáculo.” “Una mañana, por fin, antes del alba, el trozo de muralla en que estaba la inminente brecha mortal, fue envuelto, como se vio desde los buques, en una poderosa conflagración. El estampido del cañón era incesante y la atmósfera una densa masa de humo impregnada de olor a pólvora. Percibíamos, con auxilio de anteojos nocturnos, y del fogonazo de los cañones, que se desarrollaba una lucha a muerte en las murallas”. “Después se produjo una pausa tremenda , una tristeza profunda y solemne. La carnicería tocó a su fin ; y luego la aurora nos dejó ver la bandera británica desplegada y flameando orgullosa sobre los bastiones. Un grito triunfal simultáneo se elevó de la flota entera ; y miles que habían estado ayer suspendidos entre la duda y el temor, volvieron a dar libertad ilimitada a la perspectiva del feliz y próspero resultado de su empresa”. “Desembarcamos aquel día para encontrar que nuestras tropas estaban en completa posesión de la plaza. ¡Qué espectáculo de desolación y miseria se presentaba a nuestros ojos! La carnicería había sido terrible, en proporción al valor desplegado por los españoles y al valiente e irresistible empuje con que las masas fueron dominadas y los cañones silenciados por el inglés”. “Montones de heridos, muertos y moribundos se veían por doquier , y a cada paso encontrábamos literas llevando pacientes a los distintos hospitales e iglesias. Se podía ver, aquí, a la hermana infeliz buscando desesperada a su hermano; y allí la viuda abandonada en busca del marido. Después de cerciorarse de que no estaban entre los vivos, procuraban tributarles  con la solemnidad con la solemnidad conveniente, los últimos rezos”. “Un mero campo de batalla no puede contener la mitad de los horrores de una ciudad tomada por asalto. En este caso, el dormitorio conyugal y el círculo de familia están igualmente expuestos a la violencia; los parientes más cercanos, los amigos más queridos son separados por la espada de la muerte en presencia unos de otros; mientras para aumentar el horror del espectáculo, la lascivia, el pillaje y la ebriedad adquieren dominio sin control en los corazones recios de los vencedores. Tales espectáculos, aunque no pudieron evitarse del todo, fueron relativamente escasos en la toma de Montevideo”. Hasta aquí muy extractado , el relato del Robertson. Después de releerlo, si volvemos a pasar por la calle Brecha, ya no serán los fantasmas del Bajo los que vendrán a encontrarnos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un Montevideo con prejuicios sociales... y raciales

Los primeros tres años de la vida montevideana transcurrieron sin ninguna autoridad civil que rigiera su existencia. Nuestra ciudad no pasaba de ser entonces una precaria aglomeración de casuchas rudimentarias y endebles, con algo de campamento. Los rústicos pobladores de aquellos inicios llevaban una vida por demás sencilla y muy escasamente atenida a normas prestablecidas de convivencia y sociabilidad. Fue el fundador, don Bruno Mauricio de Zabala, quien consideró que aquel estado de cosas no era el más deseable para el poblamiento que él mismo echara a andar tres años antes, cuando debió fundar Montevideo acatando sin nuevas dilaciones las perentorias exigencias del rey de España. Pero se diría que Zabala, por más que demoró tanto la fundación, se sintió después apegado a los destinos del incipiente poblado que había dado a la vida, y procuró velar por él y por el bienestar de sus habitantes. Su primera preocupación fue entonces dar nacimiento a alguna forma de órgano público que rigiera los destinos del núcleo radicado en nuestra península; y entendió que debían ser los propios pobladores quienes lo integraran, haciéndose ellos mismos responsables de la marcha de los asuntos de interés común. Así, el 20 de diciembre de 1729 Zabala labra un acta creando un Cabildo, que sería, pues, histórico por ser la primera autoridad oficial que rigió los destinos de Montevideo. Pero Zabala entendió que no cualquiera podía ser llamado a formar parte de aquel órgano de tanta significación: los candidatos debían reunir varios requisitos, algunos de los cuales hoy nos chocan, ciertamente. En efecto, los vecinos que integraran aquel primer Cabildo debían ser –establece textualmente el acta– “personas las más beneméritas, de buenas costumbres, opinión y fama, que no fueran inferiores ni tuvieran raza alguna de morisco, judío ni mulato”. Como se ve, en tan escasos tres renglones aparecen estampados dos conceptos fuertemente discriminatorios: el de discriminación social (“que no fueran inferiores”), y el de discriminación racial (“ni tuvieran raza alguna de morisco, judío ni mulato”). En cuanto a estos prejuicios raciales, no podemos dejar de asombrarnos de su persistencia, si pensamos que habían transcurrido cerca de tres siglos de las persecuciones a moros y judíos en la España de la Reconquista...


Pocos días después, el 1ro. de enero de 1730, el mismo Zabala inviste de su autoridad a los nuevos cabildantes recién elegidos. El importante cargo de Alcalde de Primer Voto le fue adjudicado a uno de los vecinos llegados de las islas Canarias: José de Vera Perdomo. Otros tres también canarios fueron nombrados Alcalde de Segundo Voto, Alguacil Mayor y Alférez Real. Pero hubo también algunos fundadores provenientes de Buenos Aires: el Alcalde Provincial, el Regidor y Depositario General, el Regidor Fiel Ejecutor y el Alcalde de la Santa Hermandad. (Este último nos toca mucho más de cerca, por cuanto fue ocupado por el soldado zaragozano Juan Antonio Artigas, abuelo de nuestro prócer). Zabala en persona les tomó a los elegidos el juramento de rigor y les dio posesión de sus cargos con la mayor solemnidad. Y tuvo, además, un rasgo de generosidad que acaso obedezca a un sentimiento paternalista: vista la pobreza de nuestra ciudad recién creada, Zabala eximió provisoriamente a Montevideo de pagarle a la Corona contribuciones ni cargos de ningún tipo. Y así se echó a andar este primer gobierno que tuvo Montevideo, impoluto para los prejuicios de la época, en cuanto estuvo integrado por vecinos no inferiores socialmente, y sin gota de moro, judío o mulato...

 

 

 

 





   
 


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