FACUNDO CABRAL
"Siempre quise saber lo que había detrás de la famosa frase de Facundo Cabral “No soy de aquí ni soy de allá...”, y cuando lo supe, amé esta historia que ahora les cuento:
Tiene tanto tiene qué ver con un sentimiento tan noble y tan poderoso como el amor: el perdón.
El padre de Facundo se fue de su casa antes de que éste naciera. Luego Sara, su madre, fue echada a la calle junto a sus pequeños hijos, y Facundo no tuvo un techo donde nacer, de ahí lo de “No soy de aquí ni soy de allá / no tengo edad ni porvenir / y (a pesar de todo) ser feliz / es mi color de identidad”.
Nació así en La Plata, y se crió en una de las barriadas más pobres de la urbe argentina, como presagio de lo que más adelante la montaña rusa de la vida le depararía: sinsabores, éxitos, fracasos, lucha, amores, desamores y mucho aprendizaje, como preparando al gran apóstol de la música latinoamericana para un camino que no detendría ni su absurda muerte un 9 de julio. Una noche, tras terminar un concierto en una de las catedrales de la música de Buenos Aires, Facundo, con 46 años a cuestas, se llevó la sorpresa de su vida: en el pasillo lo esperaba su padre.
“Lo reconocí porque era igual a la foto que mi madre siempre había guardado, pero con el pelo cano y las huellas del tiempo reflejadas en su rostro y en sus manos. En el acto supe que era él, porque siempre vi esa foto en la repisa de la cama de mi madre”, contaba Cabral. “Mi padre era muy apuesto. Todo lo contrario a mí, era muy elegante. Ahora, muchísimos años después, estaba allí y me quedé congelado sin saber qué hacer”. Este era el primer encuentro con su padre. ¿Se imaginan la tormenta de emociones, pensamientos y nerviosismo que azotaban dentro de aquel hombre que paseaba su música por el mundo pregonando la paz, el perdón y el amor? Entonces, ¿qué hacer?
Un día Cabral dijo sobre su padre: “Agotó todo el odio que había acumulado en mí; lo odié tanto y tan profundamente porque había dejado sola a mi madre con siete hijos. Aprendimos todos a tener el cielo por techo y la lucha por sobrevivir se volvió prioridad para los ocho. Murieron cuatro de hambre y frío. Tres sobrevivimos de milagro”.
Ahora, su padre estaba frente a él, y sentía tener todo el derecho de decirle lo que su corazón guardaba. El rencor es un sentimiento tan fuerte como el perdón y Facundo sintió muchas veces que su memoria le alejaría para siempre de aquel hombre. En ese momento, el recuerdo de las palabras de su madre retumbó en su cabeza y en su corazón: “Vos que caminas tanto, algún día te vas a encontrar con tu padre. ¡No cometas el error de juzgarlo! Recuerda el mandamiento: honrarás al padre y a la madre. Segundo, ese hombre que vas a tener enfrente, es el ser que más amó, más ama y más amará tu madre. Tercero, lo que corresponde es que le des un abrazo y las gracias, porque por él estás gozando las maravillas de Dios en este mundo por el que caminas. La vida que tanto amas no sólo te la dio tu madre, también se la debes a tu padre. No lo olvides”.
El desenlace de este encuentro lo cuenta el mismo Facundo: “Por eso cuando vi a mi padre nos acercamos, nos abrazamos y fuimos grandes amigos hasta el final de sus días. Aquella vez me liberé y dije: ‘Mi Dios, qué maravilloso es vivir sin odio’. Me costó años perdonar y pude hacerlo en un segundo. Y me sentí tan bien”.
El perdón es tan noble y poderoso como el amor.
Texto: Facundo Cabral.
JUAN BAUTISTA CROSA PEÑAROL
A Juan Bautista Crosa le corresponde, cronologícamente, el número uno de la galería de “Personajes de mi Pueblo”. Porque él fue – allá por 1765 lustro más, lustro menos, en plena era colonial de los primeros en afincarse; en amojonar, chacra en vecindad con otras chacras. En roturar aquella tierra virgen y embanderarla con espigas y racimos. De los primeros en construir brocal y cigoñal. Antes de que el lugar tuviera nombre. Cuando todo, o casi todo, en los aledaños del Miguelete, era campo raso, pastoreo, cero alambrado, alguna que otra vivienda y más rumbos que caminos…
Años después amplió el giro de sus actividades, abriendo pulpería. Es así cómo, en la “lista de pulperías” que hay campo afuera”, figura (1778-79) con el alias “Peñarol” y “con casa propia en los Migueletes”.
Fue él, Juan Bautista Crosa, quien vino a redimir del anonimato a la comarca, confiriéndole blasón toponímico y apadrinándola para la gloria, con las siete letras claves de un nombre de magia. Porque la palabra Peñarol tiene duende; enamora el labio, conquista el oído, flirtea con la imaginación y se adueña de la memoria. Y, además, se ha encorazonado en la Historia Patria.
¿No estuvo el General Artigas empeñosamente ligado a la zona de Peñarol, sobre todo antes de firmarse en Tres Cruces el Acta del Congreso de Abril de 1813? ¿No lo estaba también la familia Artigas?
¿No apadrinó Don Manuel Artigas, en 1804, a un hijo de Don Pedro Casaballe, en la Viceparroquia de “Nuestra Señora de las Angustias? , de Peñarol, distantantes cuatro pasos de las residencias patricias de los Piedracueva, los Freire, los Pérez, Los Colmán, los Larrobla, convertida esta última en la chacra “Las Margaritas”, cuando pasó a ser propiedad del autor de “La Tapera” Dr. Elías Regules?
¿No se halla en esas inmediaciones el osario del antiguo cementerio en que fueron inhumandos los restos de tantos héroes caídos anónimamente en las luchas por la Independencia? El mismo osario donde existe la lápida que cubría el panteón de Juan Bautista Crosa, fallecido en 1790.
¿No es Peñarol, acaso, uno de los siete parajes que se atribuyen el honor de ser cuna del General Fructuoso Rivera?
¿No es Peñarol el terruño en que nació Carmelo Colmán (1801) , uno de los Treinta y Tres gloriosos protagonistas de la Cruzada Libertadora?
LA SEÑORITA MARÍA (Primera Parte)
Si fuera posible oír en la principal avenida de Peñarol un diálogo entre el yuyo verde de ayer – desplazado por la hormigonera – y la alfombra gris del pavimento de hoy, la voz de la historia nos contaría bellísimos recuerdos. Tenía su encanto ver pastar una vaca en plena calzada céntrica, con el ternerillo mamón al costado. Admirar la exuberancia de sus ubres. Oir la voz del paisaje en su agreste mugido. Reconocer después, en el hueco de barro endurecido, las huellas de sus pezuñas andariegas. Junto a más de un arco de herradura, entre dos surcos paralelos trazados por carros y jardineras. Tenía su encanto el pasto con rocío. O blanco d escarcha. O azul de borrajas. O amarillo de macachines. Tenía su encanto andar con los zapatos por el barro y con los pies por las estrellas. Candil, farol o lámpara de mecha, puertas adentro. Afuera, la oscuridad. Propicia para localizar las Tres Marías, la Cruz del Sur, Sirio, Canopus… No hacía mucho tiempo que el riel había cruzado el viejo Camino al Peñarol. Y que había hendido sus aires la primera pitada de locomotora. Y que el estrépito de los Talleres se había incorporado a la placidez fabiniana del villorio en formación. No hacía mucho tiempo que se había inaugurado el Centro Artesano, cuando una adolescente, con el título de licenciada en pedagogía y dos años de práctica, llegó a esos lares, como caída de la Vía Láctea, para convertirse en madrina de un pueblo recién nacido y en abanderada providencial de sus destinos. Se llamaba María Vittori; sangre aragonesa por parte de la madre; linaje suizo por vía paterna. Los Ingleses creyeron en Ella. Y pusieron a disposición de la Enseñanza Pública tres salas del Centro Artesano. Noble gesto del Administrador General de la Empresa ferroviaria, Mister Frank Hudson. “Uno de los más elocuentes ejemplos de la amistad y cooperación anglo-uruguaya” , lo calificaría con el tiempo, a medio siglo de distancia, el Embajador de S. M. Británica, Mr. Gordon G. W Vereker. Y María Vittori fundó la Escuela. Con espíritu valeriano y una matrícula inicial de ochenta alumnos. De ambos sexos : trencitas y jopitos. Un pizarrón, cuatro carteles de zoología y botánica, un par de mapas y los cartones históricos de Diógenes Hecquet, que nunca se borraron de nuestra memoria. Lo demás lo pusieron Ella y sus bizarras colaboradoras. El trabajo fue su ley. Las deficiencias de utilería fueron superadas por el ingenio. La imaginación espigó en luz, la voluntad desplegó alas y el corazón se abrió en ternuras. Ni timideces ni apocamientos. Ni mucho menos telarañas de rutina. Cada día un paso más hacia delante, más hacia arriba, más al descubrimiento de lo nuevo, de lo sustancioso, de lo humano. Pronto resultarían insuficientes las tres salas para contener el aluvión de nuevos colegiales; no pocos de ellos provenientes de Sayago, Colón, Miguelete, atraídos por el prestigio de la Escuela y la aureola de su joven Directora. Fue necesario habilitar como aula el zaguán. Y luego un patio descubierto, donde funcionaban dos grupos, de pie, en semicírculo, sin más protección contra la intemperie que un toldo corredizo. La falta de comodidades fue superada mediante el arbitrio de alternar en los bancos, a media tarde, después del recreo, los niños que habían dado clase de pie, con los que a primera hora lo habían hecho sentados. ¡Duros los inviernos en aquel patio inhóspito! Pero no era de varones el quejarse. Debíamos cursar con entereza el precoz aprendizaje en el oficio de hombres.
Los Viejos Carnavales de Peñarol. (Primera Parte)
Los carnavales abuelos de Peñarol…Setentones. Gloriosos.
Inolvidables, como todas las cosas bellas de la infancia.
Si los muros del Centro Artesano hablaran de las fiestas de Momo, sus palabras equivaldrían a una página de Isidoro de María, de añejo sabor mundano, exaltando el colorido y la gracia de aquellos divertidísimos bailes de máscaras, de resonante fama lugareña – aún recordados con nostalgia por más de un patriarcal sobreviviente – que dieron lustre y esplendor a la institución organizadora, al punto de que la Empresa del Ferrocarril fletaba – casi siempre con pasajes agotados – un tren expreso de Central a Peñarol, para facilitar la concurrencia del público montevideano.
¡Qué “lanceros” y qué “cuadrillas”! ¡Qué esbeltez de parejas! ¡Y qué gusto para lucir figurines! Como aquel disfraz de “galesa”, por ejemplo, con que Gwendoline Davies obtuvo el primer premio. Siempre se dijo que Gweny parecía un cuadro de Gainsborough.
Y aquel otro con que la bella incógnita que lo vestía ganó el segundo premio, porque en el pecho le había bordado primorosamente los compases del vals “Iris” …Signos de una época, de una generación, de un estilo de vida.
Eso ocurría bajo techo, el local cerrado, como en familia; no a media luz, como en el difundido tango de Lenzi y Donato, sino al máximo de encendido de las lámparas incandescentes.
En la calle y a la luz del día, el panorama era otro. Más bullicioso, más popular. Desbordante de alegría, de carcajadas, de músicas, de brincos y piruetas.
-Baila, baila, Margarito.
Y el inefable oso de arpillera, con su collar de cascabeles, traspirando a mares bajo el sol quemante de estío, danza y danza en dos patas, al son del pandero gitano, contento de hacer las delicias de chicos y grandes, como los animales amaestrados lo hacen en las arenas del circo. Allá, una máscara suelta, de traje chillón y voz más chillona aún, descarga su batería de chispeantes alusiones vecinales, a conocidos y amigos, que le forman corro y le festejan alborozadamente las graciosas ocurrencias. Y la risa estalla en carcajada, cuando alguien detecta la identidad del personaje, encubierto bajo la careta de grotescos perfiles bigotudos.
-Uy, te conozco, mascarita. Yo lo conozco. Es el inglés Johny, Jonhy Dull.
Murga bulliciosa de chiquilines pintarrajeados, enarbolando un judas por estandarte y golpeando latas y cacerolas – como si fueran instrumentos musicales de percusión – aturden los oídos del vecindario y le malogran la bienaventuranza de la siesta.
Desaparece la farándula de tachos abollados y asoman a las veredas las niñitas preparadas, por la ternura materna, para la matinée bailable. Unas de “aldeanas”, con el típico vestido y un manojo de espigas. Otras de “holandesas” , de lo más coquetonas, con las capotitas, y los zuecos de rigor. Aquí una de “colombina” de diez años, bellísima, acapara simpatías. Cerca de ella suscita curiosidad un pequeño “piel roja” , con vincha de plumas, ensayando puntería con las flechas de su arco. Ahora nos copa la pupila una parejita gaucha: la “china” , de trenzas renegridas y pollera roja; 2l “hombre” , de chiripá y facón en la cintura. El cuadro se completa con la presencia de algunas de las madres, que resplandecen de gozo cuando la cortesía del transeúnte suelta un elogio para el modelo del disfraz infantil…
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