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CRONICAS de Julio César Puppo – “El Hachero”


   
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UNA VIDA EXCEPCIONAL

Era una cuestión prevista: Andrade tenía que terminar así , porque fue siempre así: desaprensivo, indiferente para todos, incluso consigo mismo. Una vez – hace algunos años – escribimos algo de Andrade en “El País”.
Fue en vísperas del Campeonato Mundial. Nos ocupamos especialmente de él, porque habíamos sorprendido en la vidriera de un cambalache uno de sus trofeos olímpicos : la medalla de campeón. Allí, al lado de un clarinete adusto y negro como un cura, entre un par de espuelas – sin dientes ya las pobres, de tanto morder caminos  y unas bolas de billar cansadas de rodar, allí , el pequeño disco de oro escondía su vergüenza al comentario mordaz e intencionado de las gentes.
Daba lástima y por eso escribimos.
A veces, escribir es como cantar: dulcifica las tristezas.
Otras veces es como una confidencia, que alivia las amarguras.
Por eso escribimos.
Aquella medallita rubia, había nacido para arrimarse, mimosa, al pecho de un campeón y soñar allí al ritmo sereno de un corazón fuerte. Pero el hombre desaprensivo la arrojó a la vida. La mandó al asfalto como se manda a un clarinete o a un puñal.

Esto solo pintaba la psicología de Andrade. Y adivinamos lo que habría de suceder más tarde, cuando aquellas piernas oscuras y finas empezaran a hundirse en los años y las bisagras enmohecidas por muchas lluvias empezaran a chirriar. Lo predijimos.
Andrade vivió con la precipitación e indiferencia de los triunfadores. Pareció que la vida se le entregaba para siempre y sin condiciones. El pardito humilde, que se pasó los días fumando, arrimado a un buzón de la Estación Pocitos y en espera de que alguno lo invitara con un vinito de a vintén, subió rápidamente sobre las multitudes y las conquistó y despreció ensoberbecido.

Fue a París. Como el tango.
Se cambió la gorra grasienta y las alpargatas destripadas por el capelo clarete que le hacía sombra sobre los ojos y las botitas de charol que iluminaban, todavía más, aquellos pies privilegiados. Y lo bailaron las francesitas y lo acercaron a su corazón. Era el tango, era. Reo, compadre, varón y cruel. Era el tango que triunfaba arrollándolo todo. Por eso, en lo mejor de su vida, cuando se le ofrecía la fortuna con los ojos ciegos y las mujeres con los ojos entornados, se desprendió de aquella medallita, que para él no tenía otro valor que el de todas las cosas de la tierra. Es decir, ninguno , porque todas las conseguía fácilmente.

Espíritu excepcional el de este negro que no conmovieron las glorias ni quebrantaron las miserias.
Tipo admirable que vio con indiferencia pasar a su lado el triunfo de la celebridad y soportó con la misma hidalguía y entereza las horas tristes de la decadencia. Cuando estaba en su apogeo, Andrade, más de una vez creímos descubrir en la mueca desdeñosa de sus labios y en sus ojos entornados que parecían mirar siempre a la distancia, un infinito desprecio hacia quienes le rodeaban y proclamaban como ídolo. Entonces pensamos que el tiempo habría de castigar cruelmente su altivez.

Pero poco más tarde volvemos a ver a Andrade.
Había perdido su brillo y su fama. No interesaba a nadie. Había perdido sus amigos de las épocas buenas y cuando volvió al barrio tampoco encontró allí una mano que se extendiera fraterna. Había perdido todo.
Todo menos su gesto despectivo, y la gallardía de su estampa y la indiferencia altiva hacia este mundo nuestro. Porque es así : duro, impenetrable tanto al odio como a la ternura. Esa nota que publicamos lo molestó. Quienes lo vieron en aquel momento dicen que tomó el diario y lo deshizo en virutas. Más aún, prometió tomarse venganza. Pero pasaron dos meses, no más, y una noche de Carnaval nos encontramos a Andrade confundido en una agrupación de negros frente a la redacción del diario. El tambor cruzado al pecho, los ojos cerrados en un profundo éxtasis, el oído dormido sobre el canto armonioso y dulce de los pinos. Andrade, olvidando todo resquemor, venía, él también, a ofrendarnos su simpatía con el alma puesta en el parche. En París fue la novedad. Se le dispensó un admiración supersticiosa. Se lo disputaron las lindas francesitas como a un extraño amuleto, con algo de temor, algo de curiosidad y quién sabe qué extraño sensualismo salvaje. Una vez el loco Romano lo fue a buscar a una dirección que el mismo José Leandro le había dado. Llegó frente a un suntuoso apartamento y pensó:
“Me habré equivocado”. Igual se resolvió. Y allí, su sorpresa no tuvo límites. Ante la invocación de una doncella a quien lo único que se le entendía era “mesié Andrad” ,apareció José Leandro vistiendo un regio kimono de seda, en aquellas habitaciones llenas de pieles, de estatuitas, de “abat jours” y perfumes.
Un par de días más tarde Andrade andaba de nuevo suelto. Lo aburría el amor, lo ahogaban las pieles, lo asfixiaba ese aire cargado de esencias, a él, acostumbrado a respirar fuerte en la costa de Palermo que bendice el mar, y a recibir con el pecho descubierto el sol picante de la muralla.
Así, despreciándolo todo, se precipitó el triste final. Andrade, en la miseria, fue a parar a un sanatorio de enfermos pulmonares. Sus amigos le organizaron algunos festivales de beneficio que nunca se realizaron. Ahora - ¡qué diablos! – ahora Andrade no interesa.
Hay algo de admirable y de grande en todo esto. Algo admirablemente dramático en esta vida original, personalísima, que se despegó de un buzón hediendo a perros, y se levantó hasta los labios perfumados de las finísimas parisinas, para ser devuelto a la calle, más pobre y abandonado que antes. Hay hasta poesía. Hay, si. Poesía de arrabal : letra de tango.

 

 

 

 





   
 


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