Ese sábado, como era su costumbre por aquellos años, el Presidente de la República salió de paseo con su esposa Matilde y sus hijos Amalia y Lorenzo, entonces de nueve y seis años respectivamente. Era la tarde del 6 de agosto de 1904, fría pero apacible. Como siempre, el destino fueron los campos ubicados a la altura de Camino Goes (hoy General Flores) y Corrales, donde la familia disfrutaba de un momento de esparcimiento, al tiempo que el gran tribuno descansaba de las obligaciones que le venía imponiendo la primera magistratura.
No olvidemos que en ese año don José Batlle y Ordóñez tuvo que enfrentar con decisión el alzamiento de Aparicio Saravia, que derivó de inmediato en guerra civil. El carruaje del Presidente, austero pero confortable, de color negro como era de rigor, estaba conducido por Ángel Martinelli, quien años más tarde iba a fundar la conocida casa de pompas fúnebres todavía existente que lleva su apellido. Es probable que luego del refrigerio bajo los eucaliptos -servido con puntillosidad por el viejo y solemne criado de cabeza cana que siempre les acompañaba- el fundador del batllismo caminara un rato, con los brazos en la espalda y la cabeza gacha, meditabundo. Porque el hombre de acción -que lo era también de reflexión mediante sus editoriales de su diario, El Día-aprovechaba el remanso de esas escapadas al campo para pensar todo aquello que el fragor de sus obligaciones puntuales no le permitía.
Por ejemplo: cómo armonizar el extremo conservador de su partido, cada vez más reacio a sus ideas avanzadas en materia político social, con el sector más jacobino de sus correligionarios batllistas, anticlericales y ateos. Con estos jóvenes inquietos y a veces iracundos que tanto lo admiraban, el viejo compartía la desconfianza y el rechazo por la secular y negativa influencia de la Iglesia Católica, pero no así el ateísmo. Batlle era krausista, y por lo tanto deísta; aunque su idea de la divinidad se acercaba más a la concepción del Gran Arquitecto del Universo que cultivaban en sus logias los Hermanos de la escuadra y el compás, que también apoyaban su gobierno.
A las cuatro de la tarde
A esa hora comenzó el viaje de regreso a casa. El sargento Gómez viajaba en el pescante, mirando para todas partes con su vista de lince, atento al más mínimo movimiento sospechoso de cualquier transeúnte o jinete que se cruzaran, dispuesto a dar la vida por el Señor Presidente. Escoltaban el carruaje el sargento Azambuya y un soldado, cabalgando detrás. Iban a galope mediano y los cascos hacían trepidar el empedrado de Camino Goes. En esquinas concurridas como la de Industria, comerciantes y parroquianos de algún bar -sabedores de la puntualidad del pasaje de Batlle por allí- observaban el andar raudo de la comitiva en silencio, con respeto, muchos con el sombrero o la gorra en las manos. El viaje transcurrió de manera normal, hasta que llegaron al paraje conocido como Tres esquinas a unos 300 metros de la confluencia con Avenida Garibaldi, donde ahora se ubica la calle Lorenzo Fernández.
Eran las cuatro y treinta y siete minutos -eso se confirmó, pues el reloj de la señora Matilde se detuvo a esa hora precisa- cuando una fuerte explosión subterránea hizo saltar el pavimento y los rieles del tranvía apenas unos metros más adelante del carruaje.
"Señor Presidente, nos salvarnos de una mina" , tal fue lo que le que informó el sargento Gómez cuando José Batlle y Ordóñez abrió la portezuela para saber qué había sido esa explosión que levantó la calle pocos metros más adelante. Solamente la pericia de Martinelli logró frenar a tiempo el pesado carruaje, que venía a considerable velocidad. De lo contrario, la onda expansiva de la explosión los hubiera alcanzado en parte, con las consecuencias imaginables. Pero además, el avezado cochero logró contener a los caballos encabritados, que podían haber arrastrado el vehículo hacia cualquier lado provocando su vuelco.
El Presidente ordenó al soldado escolta dirigirse a la seccional policial a dar parte del insuceso, al tiempo que tranquilizaba a su esposa y sobre todo a su hija -que era la niña de sus ojos y estaba muy delicada de salud- que sufrió una fuerte crisis de nervios. Un poco después, Batlle ordenaba la continuación del recorrido como si nada hubiera pasado, dejando bajo la responsabilidad de los militares de su guardia todos los trámites a realizar. El regreso al centro de Montevideo transcurrió en profundo silencio; el primer mandatario iba -quizá- pensando en cuáles habían sido los motivos para atentar contra la integridad de su familia y la propia. Seguramente le vinieron a la mente los anarquistas que desde variadas tribunas periodísticas incitaban a bombardear el estado burgués; pero descartó de inmediato esa posibilidad, porque él como Presidente había perdonado a varios, y muchos eran los batllistas que provenían de las filas libertarias. También pensó en gente vinculada a los Blancos como posibles autores intelectuales del atentado, o en los nostálgicos del coloradismo oligárquico de Lindolfo Cuestas... Todo era posible en los tiempos turbulentos que se vivían en el país.
Una acelerada pesquisa policial
La diligente intervención de la policía, efectivizada muy poco después de los hechos, permitió ubicar un túnel -a tres metros de profundidad- que conducía hacia la vivienda numerada con el 366 de Camino Goes. Los fondos de la misma daban a una laguna cuya otra margen estaba sobre el borde de Avenida San Martín.
Los indicios encontrados en la finca permitieron la detención unas horas más tarde de Luis Di Trápani, inmigrante itálico sospechoso de haber realizado la acción. Junto a él fue detenido su pariente, Simón Di Ruggia que pudo desvincularse al dar una coartada creíble. Días después, en la localidad de Pando se detuvo a otro italiano sospechoso, Pedro Calderone.
El polvorín había sido construido con treinta y siete cartuchos de dinamita colocados dentro de una caja metálica, con su artefacto detonador accionado por medio de cables y poleas desde el sótano de la vivienda. En realidad, el dúo Di Trápani y Calderone no se embarcó en esa cruenta empresa por fanatismo ni convicciones. Lo hicieron por la suma de $ 400, que les había prometido quien encargó el "trabajo" un individuo llamado Osvaldo Cervetti.
Este hombre era un oscuro funcionario aduanero destituido por irregularidades durante la presidencia de Lindolfo Cuestas, que había gestionado ante Batlle -con zalamerías y elogios desmedidos- su restitución. Al no lograr sus objetivos, ya que habían sido fundados los motivos para expulsarlo sin más trámite, comenzó a lucubrar una siniestra venganza. Su enfermiza fantasía consideró que si lograba matar a Batlle subiría a la presidencia el general Máximo Tajes, y éste sí lo iba a restituir (no quedaba claro por qué motivos).
La historia podría haber cambiado
El Presidente Batlle y su familia resultaron sanos y salvos. Pero de haber sido más eficaces los dinamiteros, el carruaje hubiera volado por los aires. El magnicidio habría interrumpido el proceso de construcción del Uruguay moderno, democrático y pluralista. Aunque en realidad los cambios de principios del siglo XX en nuestro país no fueron obra de un hombre providencial, sino que diversos sectores políticos y sociales y la propia sociedad en su conjunto colaboraron a ello.
La hipótesis negativa no se dio, y todo lo que se pueda especular al respecto es mera ficción. José Batlle y Ordóñez culminó su período presidencial y viajó luego largamente por Europa con su familia. Mientras tanto, con Feliciano Viera en la más alta magistratura hubo un freno a las reformas comenzadas por el batllismo, las que siguieron y se radicalizaron en la segunda presidencia de Batlle. Y en esa puja se estableció -para bien o para mal- una forma de ser uruguayos que se proyectó a las décadas siguientes y todavía sigue pesando en el presente.
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