Un ómnibus con gente que regresa del trabajo nos llevó a la zona de Belvedere. Dejamos atrás el ruido y el humo de la Avenida Carlos María Ramírez y caminamos por calles tranquilas, arboladas. A los lados, vimos construcciones bajas, con pequeños jardines. Más adelante, un núcleo de viviendas cooperativas. Esquinas con almacenes, gente sentada a la sombra de las veredas, grises. En una de esas casas de la calle Emancipación, nos esperaba el tenor José Soler.
De él sabíamos que tenía 92 años, que cantó en los mejores teatros del mundo y que actualmente es venerado por mucha gente. Lo habíamos visto, asimismo acompañar a Plácido Domingo en el recital que el consagrado artista español dio en Montevideo. Nunca imaginamos que , esa tarde, terminaríamos con don José Soler escuchando óperas y romanzas en el estar de la casa mientras sus limpios ojos azules se perdían por la ventana, se humedecían de a ratos y recordaban, con leves movimientos, su itinerario por los escenarios de Europa y América.
“Llévese este recuerdo”, dijo después, y nos hizo escuchar una reciente grabación a Capella.
No fue necesario ser especialista para comprender que los agudos que alcanza la voz son como flechas tiradas por cuerdas tensas, jóvenes.
“Un día estaba en este mismo sillón y me puse a cantar. Me sorprendí por lo limpia que salía la voz. Entonces grabé varias piezas” , explicó.
A medida que avanzamos en la conversación, creció nuestro interés por la vida de este hombre que de los andamios saltó a los escenarios del Colón de Buenos Aires, del Scala de Milán, del Arena di Verona. Por la vida de este hombre, que pasó parte de su infancia en Cerro Chato y , un día en que barría los camarines del teatro del Sodre, subió a ensayar la Novena Sinfonía de Beethoven ante los ojos atónitos de otros artistas ya consagrados. Este hombre, don José Soler, figura entre los mejores 34 tenores del mundo, comprendidos entre 1905 y 1975 , según consta en el C.D. El Mitto Della Opera.
Soler nació en Barcelona, en 1904, pero tiene una vida singularmente uruguaya. Y para empezar a contarla, digamos que hubo un largo viaje en barco.
“Vine a Uruguay con mi madre y mis hermanos a la edad de seis años. El viaje en barco fue largo, difícil. Mi hermano más chico se enfermó y eso aumentó nuestra preocupación. Mi padre, que era constructor; nos esperaba aquí. Nosotros siempre fuimos gente de trabajo, gente humilde. Los primeros años vivimos en una casa pegada a Los Capuchinos, aquí en Belvedere. Recuerdo que los domingos yo hacía de monaguillo para poder tomar el chocolate que daban en la iglesia”.
Al poco tiempo, el padre de Soler es contratado para trabajar de constructor en Cerro Chato y hacia allá se traslada la familia. La casa que habitan estaba cerca de la vía. Don Jose recuerda que “cada vez que pasaba el ferrocarril era una diversión para nosotros. En Cerro Chato terminé la escuela y jugué en el equipo de fútbol del pueblo. En la escuela, cantaba de solista el Himno Nacional y siempre participaba en las fiestas de fin de año”.
También solía acompañar al padre en la volante por las estancias donde hacían reparaciones de albañilería. Entre otras, Don José recuerda las estancias de Juan y Basilio Muñoz. Y nos dice que le gustaba el campo, los paisajes infinitos y silenciosos, la gente que allí se movía. Revive con cariño los amaneceres en las estancias, esas horas que se pintan de malva y se quiebran con los balidos, los pájaros y el retumbar de los primeros trotes de los caballos.
“Todo eso era desconocido para mí. Miraba cada cosa con asombro. Y la gente, los paisanos, eran de una gran calidad. Me levantaba temprano para ir con ellos al ordeñe. Me gustaba tomar en una lata la leche recién ordeñada”.
En los primeros años de la década del 20, la familia Soler regresa a Montevideo. José reparte su tiempo entre la práctica de deporte en la plaza número 7 del Paso Molino y el aprendizaje del oficio de Rentista. Sin dejar de atender la incipiente vocación por el canto, comienza a trabajar en obras de gran envergadura.
“A las siete de la mañana ya andaba en los andamios. Como rentista estuve en la construcción del Palacio Salvo, el edificio del Cuartel de Bomberos, de Salud Pública, el Palacio Taranco, entre otros. Ese oficio prácticamente se ha dejado. Antes había que hacer las terminaciones con moldes y, en algunos casos, como el de los balcones del Palacio Salvo, se hacía a mano. Era una tarea de artesano. Hice muchos frentes de casas particulares, incluso en la ciudad de Buenos Aires. Mi último trabajo en esta profesión fue en Pocitos, en 21 de Setiembre y la rambla, una casa que tiraron abajo para levantar un edificio de apartamentos”.
Desde los altos andamios, el muchacho que un día llegaría a la Arena di Verona, cantaba a todo pulmón. Cantaba mientras recogía la mezcla que subían por una roldana; cantaba azotando las paredes con la cuchara de albañil. A veces, lo escuchaban los pobladores de los edificios vecinos que comenzaban a identificarlo.
En tanto , Soler se había integrado como corista en la institución Guarda e pasa y hacía una curiosa intervención en directo en Radio Carve. “Cuando regresaba a mi casa, pasaba por la Radio Carve, que recién se estaba formando, y Ramón Collazo me anunciaba así : “Ahora va a cantar el cantor que pasa”. Yo cantaba una y seguía mi camino. En ese tiempo estaban los hermanos Fontana y Lalo Ethegoncelay, el pianista que me acompañaba”.
Compartiendo ambas profesiones, José Soler se casó y tuvo dos hijos. Continuó subiendo a los andamios a las siete de la mañana y ensayando en el coro por las noches. Pero un accidente cambiaría el rumbo de su vida. Ocurrió cuando viajaba en el ómnibus a Villa Peñarol. Era la época de las calles adoquinadas. Para evitar saltos, los conductores de los coches circulaban sobre las vías de los tranvías. En aquella oportunidad, el conductor maniobró para salir de la vía y produjo un vuelco espectacular. Hubo un muerto y varios lesionados. Entre ellos se encontraba José Soler, que sufrió un profundo corte en el tendón de la mano derecha. La herida dejo secuelas y ya no pudo trabajar de rentista. De ese episodio recuerda que, luego de abandonar el sanatorio, fue a saludar a sus compañeros de trabajo.
“Los muchachos habían hecho una colecta entre ellos y con los vecinos de la obra. Pedían para el cantor y la gente colaboraba. Juntaron setenta pesos y me los dieron”.
Restablecido de la mano, trabajó de chofer para una confitería y se integró a la “Trompee Centenario”. El carnaval, entonces, tenía un gran movimiento, había dos o tres tablados en cada barrio. Soler dejó más tarde la “Centenario” y entró en la “Oxford” de Ramón Collazo; y luego en la Trompee “Un real al 69” de Salvador Granata. Más tarde formó el “Quinteto Chino Oriente” que luego se llamó “Mosqueteros de la Musa Popular” , último grupo de carnaval en el que participó. En los primeros años de la década del treinta, ingresó como funcionario del Sodre y fue fundador del coro de la misma institución.
“De noche era corista, de día cuidaba los camarines” Una imprecisa tarde del año 34, Soler acomodaba los camarines que habían quedado desordenados del día anterior, por un festival escolar. Fue allí cuando el maestro Baldi, director artístico del Sodre, lo llamó para comunicarle que había sido elegido para cantar como solista en la Novena Sinfonía de Beethoven.
“Baldi estaba con el barítono Damiani y cuando yo me acerqué el maestro me señaló y dijo: él es el tenor. Daminai me miró. Era lógico, yo estaba con la escoba en la mano. Lo cierto fue que dejé la escoba, me acomodé la camisa, me puse un saco y ensayé la Novena. Después que me escuchó, Damiani habló con el administrador para que me cambiaran de trabajo. Así ascendí a telefonista”.
Con la llegada del destacado maestro Fritz Busch, Soler volvió a ser elegido, esta vez para cantar la Misa de Requiem de Verdi. Y cuando arribó el maestro Komlos a hacer óperas, seleccionó a Soler para interpretar Aída.
“Debuté como profesional en 1945, haciendo Aída. La función de esa noche terminó tarde. Después quedé un rato con la gente del grupo y volví a casa como a las dos de la mañana. Tomé un café con mi esposa, descansé un poco y volví al teatro porque a las siete de la mañana tenía que relevar al sereno. Cuando llegué, los muchachos estaban limpiando y se sorprendieron. ¿Cómo estás de nuevo por acá? Te hubieras quedado - dijeron - . Pero a mí nadie me había dicho que me tomara el día libre. Tenía que ir y allí estuve. A media mañana, llamó por teléfono el Ministro de Instrucción Pública, Doctor Joanicó, pidiendo que de la radio llevaran los aparatos a la casa del Presidente de la República, que era el doctor José Amézaga, porque éste iba a hacer una locución. Yo tomé el pedido y , a la vez , le consulté si quería comunicarse con la gente de la radio. El Ministro dijo que alcanzaba con que yo trasmitiera la orden y , como es costumbre en estos casos , preguntó con quien había hablado.
-Soler - respondí.
-Cómo Soler? ¿Usted no fue el que cantó anoche? Preguntó el Ministro.
-Si señor, fui yo. Claro que anoche era artista , ahora soy funcionario.
A partir de esa conversación, el doctor Joanicó hizo todo lo posible para que yo pudiera tomar cursos en Buenos Aires, pero no se dio”
Mas tarde, Soler fue contratado para hacer Aída y El Trovador en Porto Alegre. Al regreso, lo llamaron del Colón de Buenos Aires para inaugurar la temporada de verano con El Trovador.
“Después de cantar en el Colón, regresé a Montevideo y otra vez : Hola Sodre” ,dijo tomando un teléfono imaginario. A pesar de todos los impedimentos, la potente voz de José Soler fue conocida y requerida. El maestro Panizza trató de proyectar la figura de este tenor que nunca había tomado otra clase de canto que las del coro del Sodre y que, además, no sabía música. Y solicitó al Presidente de la República que se le concediera una beca para perfeccionarse en Italia. El pedido fue aceptado.
“ En el año 1947 llegué a Italia y Debuté en San Remo con La Traviata. Después, con el apoyo del maestro Serafín, director artístico de la Scala de Milán, hice Trovador en el Teatro Verdi de Torino. Esta Opera fue la que me abrió las puertas a todos los teatros de Europa. Hice La Traviata en el Scala con Margarita Carosio y recuerdo que traté de no pensar en dónde estaba. Si lo hacía, los nervios me hubieran traicionado. Después de la función, salíamos del teatro con Algorta, un uruguayo que vivió conmigo en Italia, y mirábamos aquella sala imponente con butacas rojas, palcos labrados y arañas de luces todavía encendidas. Entonces le dije a Algorta : Te das cuenta que yo canté acá. Y ahí , los nervios me empezaron a ganar” A fines de los 50, José Soler volvió a radicarse definitivamente en Uruguay. Se despidió de los teatros en 1974 , a la edad de 70 años. |
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